jueves, 13 de julio de 2017

Segunda cita: ¿Dónde nos colocamos?

Segunda cita: ¿Dónde nos colocamos?: Por Jesús Arboleya Cervera

El debate político en Cuba es mucho más intenso de lo que la mayoría supone, puede afirmarse que tiene connotaciones sociales y un grado apreciable de calidad, sobre todo en los círculos académicos e intelectuales.

Lamentablemente los principales medios informativos del país no han sido capaces de reflejarlo a plenitud y han sido los medios alternativos, dígase las redes sociales, nacionales y extranjeras, las que han monopolizado su difusión, con las ventajas y desventajas que esto implica.

Ello nos ha colocado en la situación de que tal parece que el debate cubano actual se explica a partir de colocarnos en ciertas dimensiones espaciales: los  lados, el centro o la periferia.

En realidad no existe un padrón común para colocar los elementos en una u otra ubicación. Algunos identifican a la izquierda con las posiciones más intransigentes. Sin embargo, detrás de esta intransigencia, muchas veces se oculta un nivel de conservadurismo que merecería ser considerado de derecha, según los parámetros que definen convencionalmente a esta tendencia. De todas formas da igual, derecha o izquierda, son términos históricos relativos y poco ilustran por sí mismos.

Algo peor ocurre con el llamado “centrismo”, una categoría inventada por alguien, no sé si propios o ajenos, y definida a partir de referencias históricas o doctrinales, que poco sirven para explicar la realidad del país. Si bien el conocimiento de la historia es indispensable para comprender la actualidad, tampoco la historia se repite miméticamente y pretenderlo solo conduce a su manipulación.

Bajo estas indefiniciones parece imposible encauzar un debate realmente provechoso y quizás esto explica la violación de normas éticas elementales a la hora de ejercerlo. Lo cortés no quita lo valiente, dice el refrán, y vale agregar que lo educado sirve para adornar la convicción, sin menoscabo de su integridad.

Más grave aún, es que estas etéreas etiquetas condicionan percepciones excluyentes, ausentes de rigor argumental, que en ocasiones se pueden traducir en políticas concretas, las cuales nos dañan a todos, porque limitan la calidad y el alcance del proceso de reflexión que requiere el país.

El resultado indeseado de estas políticas es aumentar constantemente la periferia, dígase aquellos a los que no interesa debate alguno, sobre todo entre los jóvenes. Este es el mayor peligro que estamos enfrentando, porque por el hueco de la apatía y la ignorancia puede penetrar cualquier cosa, incluido el oportunismo. 

A riesgo de que me acusen de simplista, se ha puesto de moda acusarlo a uno de cualquier cosa, prefiero explicarme la orientación que debe tener el debate nacional a partir de tres categorías de problemas: lo que no queremos, lo que sí queremos y lo que hace falta hacer para alcanzar lo que queremos o no queremos.

Históricamente, el consenso de las grandes luchas populares se ha establecido a partir de la conciencia de lo que no se quiere. En Cuba, dos movimientos revolucionarios muy abarcadores se han definido a partir de esta lógica: el anticolonialismo y el antimperialismo. 

Estas posiciones establecieron las líneas de demarcación del patriotismo cubano y han sido la brújula para identificar a los que caben o no caben dentro del proyecto de nación.

Es por eso que los colonialistas, anexionistas, plattistas y neocolonialistas han sido justamente definidos con antipatriotas y excluidos del debate nacional en cada momento, para ser colocados en el enfrentamiento con el colonialismo español o el neocolonialismo norteamericano. Tal premisa vale para la actualidad nacional.

Una vez determinado lo que no se quiere, es mucho más difícil ponerse de  acuerdo en lo que se quiere, entre otras cosas porque las opciones dependen de la propia evolución de la sociedad, los intereses específicos de los individuos, y varían debido a múltiples coyunturas. En esto radica la constante necesidad de la búsqueda de un consenso, para avanzar hacia objetivos concretos, que satisfagan las necesidades, apreciaciones y expectativas de la mayoría. Aquí se expresa la ciencia de la política.
  
En esta categoría de problemas entra el debate sobre el socialismo como sistema económico, político y social en Cuba. Evidentemente, el socialismo ha contado y cuenta con el apoyo de la mayoría de la población cubana, porque ha sido fuente de beneficios materiales y morales tangibles. No sé qué más se le puede pedir al pueblo de Cuba para demostrar este respaldo.

Pero el socialismo no significa lo mismo que hace medio siglo y muchas interrogantes nos asaltan respecto a su propia definición. Es lógico que así sea, porque estamos hablando de un proceso de transformación social que tiene que dar respuesta a dinámicas cambiantes y a veces contradictorias. Los clásicos del marxismo le llamaron dialéctica y ni siquiera fueron ellos los que inventaron el concepto.

La discusión respecto a las características del socialismo cubano es un tema abierto en el debate nacional y lo más sano es ampliar al máximo su diapasón, para poder convencernos entre nosotros. Algo así ha intentado la dirección del PCC con la discusión del documento referido a la conceptualización del modelo cubano, donde han participado amplios sectores de la población y en esto radica su importancia, a pesar de la reconocida necesidad de su constante revisión y enriquecimiento.

De todas formas, no hay que ser socialista para vivir en Cuba y gozar de los derechos que implica la condición de ciudadano. Esto incluye el respeto a la manera de pensar de estas personas y las prerrogativas de expresarla. La unidad nacional no se debilita con esta práctica, sino que se fortalece, mediante la inclusión de todos aquellos que, definidos a partir de lo que no quieren para el país, pueden ser considerados patriotas.
 
En cualquier variante, ya sea para establecer lo que queremos o no queremos, lo más difícil es ponerse de acuerdo sobre cómo lograrlo. Este es el campo donde se concreta la democracia, que no es más que crear los mecanismos para ponernos de acuerdo a pesar de las diferencias, y ello condiciona la calidad de la política.

Una vez escuché a Fidel decir que el arte de la Revolución había sido su capacidad para convertir a los enemigos en amigos. Todo lo que conspire contra esa lógica deja de ser revolucionario, la historia lo ha demostrado, da igual la geometría que se utilice para tratar de justificarlo.                      

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