Analizando las amenazas que pesan sobre la humanidad, el escritor británico Aldous Huxley (1894-1963) sugiere incluir en una Carta mundial de los derechos humanos principios para aumentar los recursos disponibles con respecto a las necesidades de la población mundial y a limitar el poder de los dominantes sobre la masa de los anónimos y a controlar mejor la ciencia aplicada. Estas son las tesis que desarrolló en su respuesta a la encuesta de la UNESCO sobre los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, enviada en junio de 1947 y titulada “Los derechos del hombre y los hechos de la situación humana”.
Aldous Huxley
La creciente presión de la población sobre los recursos, la amenaza de guerra mundial y la incesante preparación para ella: tales son, en el momento presente, los más formidables enemigos de la libertad.
Unas tres cuartas partes de los 2 200 millones de habitantes de nuestro planeta no tienen lo suficiente para comer. Hacia finales del presente siglo la población mundial - si logramos evitar la catástrofe en el intervalo- habrá llegado a ser de 3 300 millones. Mientras tanto, en áreas inmensas de la superficie terrestre, la erosión del suelo va disminuyendo rápidamente la fertilidad de los 1 500 millones de hectáreas de tierra productiva de que disponen los hombres. Además, en los países más industrializados, los recursos minerales se están agotando, o están ya exhaustos del todo, y esto en momentos en que una creciente población demanda cantidades cada vez mayores de bienes de consumo y en que una técnica avanzada está en condiciones de satisfacer esa demanda.
La tremenda presión de la población sobre los recursos amenaza la libertad en varias formas. Los individuos necesitan trabajar más y durante más tiempo para vivir más mediocremente. Al mismo tiempo, la situación económica de la comunidad en su conjunto es tan precaria que calamidades pequeñas, como condiciones meteorológicas desfavorables, pueden ocasionar serias catástrofes. Poca o ninguna libertad puede haber en medio del caos social; y en donde el caos social está reducido al orden gracias a la intervención de un vigoroso poder ejecutivo centralizado, hay grave riesgo de totalitarismo.
A causa de la ascendente presión de la población sobre los recursos, el siglo XX ha venido a ser la edad de oro del gobierno centralizado y de la dictadura; y ha sido testigo de la resurrección de la esclavitud en gran escala, esclavitud de que se ha hecho victimas a los disidentes políticos, a las poblaciones conquistadas y a los prisioneros de guerra.
A lo largo del siglo XIX, el Nuevo Mundo ofreció alimentos más baratos a las prolíficas masas del Viejo Mundo y tierras libres a las víctimas de la opresión. Hoy, el Nuevo Mundo soporta una grande y creciente población, no hay ya tierras disponibles y, en áreas vastísimas, el suelo, demasiado trabajado, está perdiendo su fertilidad. El Nuevo Mundo produce todavía un amplio excedente destinado a exportación. Pero parece dudoso que de aquí a unos cincuenta años disponga aún de excedentes con que alimentar a los 3 000 millones de habitantes del Viejo Mundo.
Habría que agregar, al llegar a este punto, que, al paso que la población del planeta, en su conjunto, aumenta rápidamente, la población de ciertas áreas intensamente superpobladas de la Europa Occidental se ha quedado estable y comenzará muy en breve a declinar. El hecho de que, hacia 1970, Francia y Gran Bretaña habrán perdido cada una alrededor de cuatro millones de habitantes, mientras que Rusia habrá sumado unos 75 millones a su población actual, tiene necesariamente que suscitar problemas políticos que sólo una diplomacia hábil podrá resolver.
Un mundo sometido a la ley marcial
Al destruir la riqueza acumulada y las fuentes de la producción futura, la guerra mundial ha aumentado intensamente la presión de las poblaciones existentes sobre sus recursos, y, por lo mismo, ha mutilado gravemente las libertades de un vasto número de hombres y mujeres pertenecientes no solo a las naciones vencidas, sino también a aquellas que se suponían victoriosas. Al mismo tiempo, el temor de una nueva guerra mundial en un futuro próximo y la afanosa preparación para ella, están ocasionando en todas partes una concentración cada vez mayor de poder político y económico.
Una amarga experiencia ha demostrado que ningún individuo o grupo de individuos está capacitado para tomar a su cargo grandes poderes por largos periodos de tiempo. Los gobernantes socialistas de Estados prósperos se podrán imaginar que ellos y sus sucesores serán inmunes a la influencia corruptora de los enormes poderes que la guerra mundial y la creciente presión de la población les han impuesto. Pero, desgraciadamente, no hay razón para suponer que logren ser excepciones de la regla general. El abuso del poder solo se puede evitar limitando la extensión y la duración de la autoridad conferida a cualquier persona, grupo o clase.
Pero mientras estemos amenazados por la guerra mundial y las crecientes presiones de población, parece muy improbable que consigamos otra cosa que una concentración sin cesar creciente de poder en manos de los jefes políticos gobernantes y de sus altos funcionarios. Mientras tanto, se impone casi en todas partes a las masas la conscripción o servidumbre militar. Esto significa, en la práctica, que en cualquier momento un hombre puede verse privado de sus libertades constitucionales y sometido a la ley marcial. La historia reciente ha demostrado que los mismos gobernantes socialistas están prontos a recurrir a este expediente para violentar a personas comprometidas en huelgas inconvenientes.
Es virtualmente seguro que, en el momento actual, ningún gobierno desea realmente la guerra. Pero es también probable que no pocos gobiernos serían reacios a renunciar a todo preparativo bélico, puesto que con tales preparativos se justifican para mantener la conscripción como instrumento de control y de coerción. El servicio obligatorio persistirá probablemente en alguna otra forma que no sea la militar: “campamentos para la juventud” o “trabajo obligatorio” Para un gobierno muy centralizado, las ventajas del poder para reglamentar y violentar a sus súbditos son demasiado grandes para sacrificarlas a la ligera.
Una declaración constitucional de derechos cuyos principios se apliquen en una legislación apropiada puede ciertamente hacer algo para proteger a las masas de hombres y mujeres ordinarios y sin privilegios contra la minoría que, por su riqueza o por su situación jerárquica, tiene efectivamente en sus manos el poder sobre la mayoría. Pero siempre vale más prevenir que remediar. Las meras restricciones escritas, planeadas para refrenar los abusos de un poder concentrado ya en unas cuantas manos, no son más que mitigaciones de un mal existente. A la libertad personal solo puede dársele seguridad si el mal se suprime radicalmente.
La UNESCO intenta actualmente ayudar a mitigar el mal; pero tiene la buena fortuna de ser capaz de emprender, siempre que exista voluntad para ello, la tarea infinitamente más importante de prevención y supresión radical de los actuales obstáculos a la libertad. Esto es, ante todo, asunto que compete al sector científico de la organización. Porque el problema de aliviar la presión de la población sobre los recursos es, ante todo, un problema de ciencia pura y de ciencia aplicada, mientras que el problema de la guerra mundial es (entre otras cosas, por supuesto) un problema de ética para los técnicos en cuanto individuos y en cuanto miembros de organizaciones profesionales.
Un problema de ciencia
Para proveer de una dieta adecuada desde el punto de vista de lo nutritivo a los 2.200 millones de personas que pueblan actualmente el planeta sería necesario duplicar los suministros alimenticios existentes. Pasarán años antes de alcanzar esta meta por los métodos tradicionales, y para entonces la población será, no ya de 2.000 millones, sino de 3.000, y la desnutrición tendría más o menos unas características tan serias y estaría tan generalizada como en nuestros días.
Cada nación industrial gasta sumas enormes en la investigación de las técnicas de destrucción en masa. Así, 2.000 millones de dólares se emplearon en la producción de la bomba atómica, y muchos cientos de millones se siguen invirtiendo actualmente en el estudio de cohetes, aeroplanos de propulsión a chorro, métodos de guerra bacteriológica y destrucción a gran escala de plantas comestibles.
Si sumas de dinero y capacidad científica coma ésas se pudieran consagrar al problema de la producción artificial de alimentos, parece sumamente probable que no tardarían en hallarse métodos para dar a los millones de habitantes media muertos de hambre de Europa y de Asia una dieta adecuada. La síntesis de la clorofila, por ejemplo, podría ser, para finales del siglo XX, lo que la explotación de las tierras desocupadas del Nuevo Mundo fue para el siglo XIX. Esta reduciría la presión de la población sobre los recursos y, por consiguiente, suprimiría una de las principales razones que existen para el control intensamente centralizado, totalitario, de las vidas individuales.
La prosperidad de una sociedad industrializada está en proporción directa a la rapidez con que derrocha su capital natural irreemplazable. En vastas áreas de la superficie terrestre, depósitos fácilmente disponibles de minerales útiles se han agotado o están a punto de acabarse. Con el aumento de la población y la progresiva mejora de las técnicas industriales, fatalmente habrá de acelerarse el agotamiento de los recursos remanentes del planeta.
Los minerales útiles están distribuidos muy desigualmente. Algunos países son excesivamente ricos en estos recursos naturales, mientras que otros carecen completamente de ellos. Cuando una nación poderosa posee un monopolio natural de algún mineral indispensable, tiene con ello los medios de acrecentar su ya formidable influencia sobre sus vecinos menos afortunados. Y cuando una nación débil se encuentra bendecida, o maldecida, con un monopolio natural, sus vecinos más fuertes se ven tentados a llevar a cabo actos de agresión o de “penetración pacífica”.
Los hombres de ciencia tienen la posibilidad de posponer el momento de la bancarrota planetaria y de mitigar los peligros políticos inherentes a la existencia de los monopolios naturales. Lo que se necesita es un nuevo esfuerzo parecido a aquel que llevó a la creación de la bomba atómica. Este esfuerzo, bajo auspicios internacionales, tendría por objeto el desarrollo de productos susceptibles de remplazar los de los minerales - desigualmente distribuidos y condenados a agotarse muy en breve de que depende la existencia misma de nuestra civilización industrial. Así, por ejemplo, la energía eólica y la solar para sustituir la energía producida por el carbón, el petróleo y el más peligroso de todos los combustibles, el uranio; así también el vidrio y los materiales plásticos para sustituir, en la medida posible, metales como el cobre, el zinc, el níquel y el estaño.
Un proyecto de ese tipo sería preciso por varias razones. Pondría a nuestra civilización industrial sobre bases más permanentes que la explotación cada vez más rápida de fondos que se derrochan, de la que depende en el momento presente. Acabaría con esos monopolios naturales que son una permanente tentación a la guerra, y, finalmente, haría posible una ampliación de la libertad personal y una reducción de los poderes detentados por la minoría gobernante.
Un problema moral
Llegamos ahora a los problemas éticos que atañen a los hombres de ciencia en cuanto individuos y en cuanto miembros de organizaciones profesionales. Cualesquiera que hayan sido los deseos de los inventores y técnicos respectivos, la ciencia aplicada ha originado, de hecho, la creación de monopolios industriales, controladas por capitalistas privados o por gobiernos nacionales centralizados. Ha causado la concentración del poder económico, ha consolidado la minoría vis a vis la mayoría y ha acrecentado el poder destructor de la guerra.
La ciencia aplicada, puesta primero al servicio de la gran industria y en seguida al servicio del gobierno, ha hecho posible el Estado totalitario. Y la ciencia aplicada puesta al servicio de los ministerios de guerra y los ministerios de asuntos exteriores ha engendrado el lanzallamas, el cohete, los bombardeos masivos y la cámara de gas, y está hoy en proceso de asar vivas a poblaciones enteras con explosiones atómicas y para matar a los supervivientes por medio de una leucemia y de epidemias diseminadas artificialmente.
Ha llegado ciertamente el momento en que los hombres de ciencia consideren, individual y colectivamente, el problema ético de “una vida normal”. ¿Hasta qué punto está justificado un hombre para seguir una línea de conducta profesional que, aunque no suponga ninguna injusticia inmediata, origina consecuencias sociales que son evidentemente indeseables o manifiestamente nefasta? Hablando más específicamente, ¿hasta qué punto un sabio o un técnico tiene el derecho de participar en las labores cuyo resultado será aumentar la concentración del poder en manos de la minoría gobernante y proveer a los soldados de medios para el exterminio en masa de los civiles?
Hasta ahora la ciencia aplicada, en gran medida, ha estado al servicio de los monopolios, de la oligarquía y del nacionalismo. Pero no hay nada en la naturaleza de la ciencia ni de la tecnología que haga que ello deba ser inevitablemente de ese modo. Para decirlo en términos profesionales, sería exactamente tan fácil para el sabio servir a la causa de la paz como a la de la guerra, servir a la causa de la libertad personal, la cooperación voluntaria y el gobierno autónomo como a la de los monopolios del estado o del capitalismo, la reglamentación universal y de la dictadura. Las dificultades no son de orden técnico: se relacionan con el dominio de la filosofía y de la moral social, de los juicios de valor y de la voluntad que actúa sobre esos juicios.
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No hay que renunciar a la inteligencia, diciembre de 1993.
Una doble crisis, marzo de 1949.
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