martes, 30 de octubre de 2018
lunes, 29 de octubre de 2018
Pueblos: RB de Venezuela Por Orestes Martí
Pueblos: RB de Venezuela
Por Orestes Martí
Mientras continúan los trabajos para la nueva constitución, en agosto de este año el presidente, Nicolás Maduro, ordenó la creación del “Plan Vuelta a la Patria”, el cual consiste en el apoyo para los venezolanos que se encuentran en el exterior y desean retornar al país.
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¿VENEZUELA INMUNODEFICIENTE?
Luis Britto García24–10–2018 Por fin se hace público un borrador del Proyecto para la nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Contiene normas excelentes, que coinciden con señalamientos previos nuestros. Así, el artículo 340 del Proyecto reserva para el Estado “la actividad de exploración y explotación de los hidrocarburos líquidos, sólidos y gaseosos y en general de todos los recursos naturales”, y no se limita a confiarle sólo los hidrocarburos “líquidos”, como tendenciosamente lo hace la actual. El artículo 343 del Proyecto prevé que la República debe conservar la mayoría accionaria, no sólo en PDVSA, sino también en sus empresas mixtas. Su artículo 116 propone severas penas para “la especulación, el acaparamiento, la usura, la cartelización, el contrabando, el contrabando de extracción, el boicot y otros delitos conexos” Sin embargo, ya en su artículo 1 el Proyecto de Constitución incurre en grave omisión al proponer sólo: “Son condiciones irrevocables e irrenunciables de la nación venezolana, la libertad, la soberanía, la independencia, la integridad territorial, la autodeterminación nacional y la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador, como fundamento de su patrimonio moral y sus principios de libertad, igualdad, justicia y paz internacional”. Con ello omite el Principio Fundamental de Inmunidad, que la Constitución vigente en su artículo 1 consagra así: “Son derechos irrenunciables de la Nación la independencia, la libertad, la soberanía, la inmunidad, la integridad territorial y la autodeterminación nacional”. ¿Qué significa esta “inmunidad” que se expulsa de los Principios Fundamentales del Proyecto en curso? La “inmunidad de jurisdicción” es el derecho y el deber de Venezuela de resolver todas las controversias sobre la aplicación de sus leyes de acuerdo con éstas y con sus propios tribunales, y de no estar por tanto sometida a tribunales, cortes o árbitros extranjeros. Omitirlo es omitir la soberanía. El proyecto actual cita adecuadamente entre sus bases “la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador, como fundamento de su patrimonio moral y sus principios de libertad, igualdad, justicia y paz internacional”. Pues bien, fue el propio Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios y Blanco quien en 1817 dejó sentado de una vez y para siempre el principio de inmunidad de jurisdicción de Venezuela, con motivo de la confiscación de dos goletas estadounidenses que traían contrabando de armas para los realistas. El enviado de Estados Unidos, Baptiste Irvine, sostuvo que el litigio debía ser juzgado por tribunales de su país. El Libertador contestó en forma categórica y definitiva que correspondía a los tribunales de Venezuela ejercer la soberanía sentenciando en el caso. Abandonar el principio es abandonar al héroe que nos lo conquistó. Desde entonces, cada vez que algún interés se siente lesionado por decisiones soberanas de Venezuela pretende hacerla juzgar por tribunales extranjeros, y cada vez que éstos la han juzgado ha sido condenada.
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¿VENEZUELA INMUNODEFICIENTE? Luis Britto García
¿VENEZUELA INMUNODEFICIENTE?
Luis Brito García
Por fin se hace público un borrador del Proyecto para la
nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
Contiene normas excelentes, que coinciden con señalamientos previos
nuestros. Así, el artículo 340 del Proyecto reserva para el Estado “la actividad
de exploración y explotación de los hidrocarburos líquidos, sólidos y gaseosos y
en general de todos los recursos naturales”, y no se limita a confiarle sólo los
hidrocarburos “líquidos”, como tendenciosamente lo hace la actual. El artículo
343 del Proyecto prevé que la República debe conservar la mayoría accionaria, no
sólo en PDVSA, sino también en sus empresas mixtas. Su artículo 116 propone
severas penas para “la especulación, el acaparamiento, la usura, la
cartelización, el contrabando, el contrabando de extracción, el boicot y otros
delitos conexos”
Sin embargo, ya en su artículo 1 el Proyecto de Constitución incurre en
grave omisión al proponer sólo: “Son condiciones irrevocables e irrenunciables
de la nación venezolana, la libertad, la soberanía, la independencia, la
integridad territorial, la autodeterminación nacional y la doctrina de Simón
Bolívar, el Libertador, como fundamento de su patrimonio moral y sus principios
de libertad, igualdad, justicia y paz internacional”.
Con ello omite el Principio Fundamental de Inmunidad, que la Constitución
vigente en su artículo 1 consagra así: “Son derechos irrenunciables de la Nación
la independencia, la libertad, la soberanía, la inmunidad, la integridad
territorial y la autodeterminación nacional”.
¿Qué significa esta “inmunidad” que se expulsa de los Principios
Fundamentales del Proyecto en curso? La “inmunidad de jurisdicción” es el
derecho y el deber de Venezuela de resolver todas las controversias sobre la
aplicación de sus leyes de acuerdo con éstas y con sus propios tribunales, y de
no estar por tanto sometida a tribunales, cortes o árbitros extranjeros.
Omitirlo es omitir la soberanía.
El proyecto actual cita adecuadamente entre sus bases “la doctrina de
Simón Bolívar, el Libertador, como fundamento de su patrimonio moral y sus
principios de libertad, igualdad, justicia y paz internacional”.
Pues bien, fue el propio Simón José Antonio de la Santísima Trinidad
Bolívar Palacios y Blanco quien en 1817 dejó sentado de una vez y para siempre
el principio de inmunidad de jurisdicción de Venezuela, con motivo de la
confiscación de dos goletas estadounidenses que traían contrabando de armas para
los realistas. El enviado de Estados Unidos, Baptiste Irvine, sostuvo que el
litigio debía ser juzgado por tribunales de su país. El Libertador contestó en
forma categórica y definitiva que correspondía a los tribunales de Venezuela
ejercer la soberanía sentenciando en el caso.
Abandonar el principio es abandonar al héroe que nos lo conquistó.
Desde entonces, cada vez que algún interés se siente lesionado por
decisiones soberanas de Venezuela pretende hacerla juzgar por tribunales
extranjeros, y cada vez que éstos la han juzgado ha sido condenada.
Por no hacer una historia interminable, recordemos que entre 1902 y 1903 fuimos bloqueados, bombardeados, invadidos y saqueados por quince acorazados ingleses, alemanes e italianos en cobro de supuestas deudas a empresas de esos países que no reconocían nuestro sistema de justicia. Quienes omiten la inmunidad de jurisdicción en constituciones y contratos pavimentan el camino de la Planta Insolente del Extranjero.
Para evitar que Venezuela fuera arrastrada ante cortes foráneas Hugo Chávez Frías, con el consenso de todos los poderes, nos retiró del Centro Internacional de Arreglo de las Diferencias sobre Inversiones y de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, y Delcy Rodríguez nos liberó de la OEA.
Pero la Ley de Promoción y Protección de Inversiones Extranjeras dispone que las sentencias de nuestro Tribunal Supremo de Justicia pueden ser corregidas o invalidadas por órganos jurisdiccionales foráneos. Y el artículo 32 del Proyecto de Constitución somete a tribunales extranjeros las supuestas violaciones de Derechos Humanos cometidas en Venezuela. Y ya se sabe que para esos órganos internacionales el principal (a veces único) Derecho Humano es la propiedad, preferiblemente la de las grandes empresas. Todos los litigios por supuestos menoscabos de intereses económicos podrían así terminar en instancias internacionales, como concluyó ante la OEA, por ejemplo, el de la no prolongación de la concesión para RCTV.
Para que nuestro país siga siendo soberano, es indispensable que en la futura Constitución sea preservada la Inmunidad de Jurisdicción, y por consiguiente, queden sin efectos cuantos artículos, disposiciones o pactos intenten subordinar bajo tribunales, cortes o juntas extranjeras a la República Bolivariana de Venezuela. Pues si jueces extranjeros pueden decidir sobre asuntos internos de nuestro país, de la misma manera pueden invalidar las sentencias de nuestros tribunales, declarar nulas e ilegítimas las leyes de nuestro Poder Legislativo y dejar sin efectos los actos administrativos de nuestro poder Ejecutivo que las apliquen. Con lo cual perderían su base de sustentación todos nuestros poderes.
Sin Inmunidad de Jurisdicción no hay soberanía.
24–10–2018
PD: En breve publicaré en la página web http://www.desdelpatio.org/ mi título número 86, PARA REPOTENCIAR NUESTRA CONSTITUCIÓN, sobre los deberes de la Constituyente. A consultarlo todos.
Por no hacer una historia interminable, recordemos que entre 1902 y 1903 fuimos bloqueados, bombardeados, invadidos y saqueados por quince acorazados ingleses, alemanes e italianos en cobro de supuestas deudas a empresas de esos países que no reconocían nuestro sistema de justicia. Quienes omiten la inmunidad de jurisdicción en constituciones y contratos pavimentan el camino de la Planta Insolente del Extranjero.
Para evitar que Venezuela fuera arrastrada ante cortes foráneas Hugo Chávez Frías, con el consenso de todos los poderes, nos retiró del Centro Internacional de Arreglo de las Diferencias sobre Inversiones y de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, y Delcy Rodríguez nos liberó de la OEA.
Pero la Ley de Promoción y Protección de Inversiones Extranjeras dispone que las sentencias de nuestro Tribunal Supremo de Justicia pueden ser corregidas o invalidadas por órganos jurisdiccionales foráneos. Y el artículo 32 del Proyecto de Constitución somete a tribunales extranjeros las supuestas violaciones de Derechos Humanos cometidas en Venezuela. Y ya se sabe que para esos órganos internacionales el principal (a veces único) Derecho Humano es la propiedad, preferiblemente la de las grandes empresas. Todos los litigios por supuestos menoscabos de intereses económicos podrían así terminar en instancias internacionales, como concluyó ante la OEA, por ejemplo, el de la no prolongación de la concesión para RCTV.
Para que nuestro país siga siendo soberano, es indispensable que en la futura Constitución sea preservada la Inmunidad de Jurisdicción, y por consiguiente, queden sin efectos cuantos artículos, disposiciones o pactos intenten subordinar bajo tribunales, cortes o juntas extranjeras a la República Bolivariana de Venezuela. Pues si jueces extranjeros pueden decidir sobre asuntos internos de nuestro país, de la misma manera pueden invalidar las sentencias de nuestros tribunales, declarar nulas e ilegítimas las leyes de nuestro Poder Legislativo y dejar sin efectos los actos administrativos de nuestro poder Ejecutivo que las apliquen. Con lo cual perderían su base de sustentación todos nuestros poderes.
Sin Inmunidad de Jurisdicción no hay soberanía.
24–10–2018
PD: En breve publicaré en la página web http://www.desdelpatio.org/ mi título número 86, PARA REPOTENCIAR NUESTRA CONSTITUCIÓN, sobre los deberes de la Constituyente. A consultarlo todos.
domingo, 28 de octubre de 2018
La Habana Por Orestes Martí
La
Habana
Por Orestes Martí La Habana ―antiguamente nombrada Ciudad de La Habana― es la actual ciudad capital de la República de Cuba y a la vez una de las quince provincias cubanas. La Habana es la ciudad más poblada de Cuba y de todo el Caribe insular, con una población superior a los dos millones de personas.
El territorio de la capital ocupa el décimo sexto lugar en extensión entre las provincias, con 726,75 kilómetros cuadrados, representando el 0,7 por ciento de la superficie total del país
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Cuando
llegué a La Habana
Graziella Pogolotti digital@juventudrebelde.cu El barco se mantenía al pairo en espera del amanecer, cuando vendría el práctico para conducirlo a través del estrecho canal del puerto. El espléndido arco luminoso del Malecón abría los brazos a los visitantes llegados del mar. Al desembarcar, recibí el impacto del calor, del bullicio generalizado y de un idioma que escuchaba por primera vez. Poco a poco, en el barrio, en la escuela, en el retozo del parque, el país me fue entrando por los poros. La Habana era todavía, por aquel entonces, una ciudad provincianota, recogida en el entorno del puerto, donde se concentraba el bullicio de la vida. De los almacenes emanaba el olor acre de cebollas y papas importadas. Pululaban los empleados de las oficinas gubernamentales, de los bancos, de los bufetes de abogados. Se aglomeraban también los buscadores de empleo y las maestras a la procura de un aula donde cubrir, por unos días, la ausencia de la titular del cargo. Los vetustos tranvías cerraban el paso a los chóferes impacientes por proseguir su camino. En las tardes, el bullicio se interrumpía apenas por el paso de los últimos pregoneros que dejaban en el ambiente el penetrante aroma de las mariposas y por el rumor de la radio que dejaba escuchar las páginas sonoras de la novela del aire. Los enamorados conversaban ventana por medio, en espera de que la familia diera entrada al joven pretendiente. Solo entonces podría permanecer algunas horas en la sala, siempre bajo la vigilancia implacable de la chaperona. Sin embargo, de manera imperceptible, el tiempo transcurría y la realidad se transformaba. En un abrir y cerrar de ojos, la aviación fue desplazando al transporte marítimo. La ciudad vieja se ahogaba en sus calles estrechas y los inversionistas salieron en busca de nuevos horizontes. A pesar de la proliferación de ostentosos palacetes surgidos durante la danza de los millones que siguió a la Primera Guerra Mundial, las fronteras de El Vedado disponían de suelos a bajo precio. A la vuelta de los 50 del pasado siglo, una arquitectura con códigos remozados levantó edificios para albergar la televisión en plena expansión y modernas oficinas de negocios. Había nacido La Rampa, coronada más tarde con la construcción de la heladería Coppelia, lugar de culto para la generación que habría de emerger después del triunfo de la Revolución. Ante la mirada crítica de sus mayores, los jóvenes entregaban las noches a pasear Rampa arriba y Rampa abajo. La Habana se había convertido en centro emisor de ideas que pugnaban por conquistar la plena emancipación humana. Las fuentes originarias de ese pensamiento venían desde muy atrás. En la ciudad provincianota que descubrí en los días de mi infancia, conocí la irreductible inconformidad. |
sábado, 27 de octubre de 2018
La información, un recurso para el libre pensamiento
“Con el derecho a la información ocurre como con otros
derechos: Es en función de las necesidades reales que se define su contenido
legítimo. A condición, por supuesto, de entender por necesidad aquellas de la
construcción humana y no del interés o de la pasión”, escribió el filósofo
francés René Maheu (1905-1975) en respuesta a la
encuesta sobre los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, enviada
a la UNESCO el 30 de junio de 1947, bajo el título “Derecho de información y
derecho de expresión de opinión”.
René Maheu
Es un error seguir considerando la libertad de información como complemento de la libertad de expresión, la cual es, de por sí, coronación de la libertad del pensamiento. Este orden clásico, y la interpretación individualista que supone, coetánea de un pensamiento casi artesanal, no solamente han sido sobrepasados por los conceptos de la sociología política moderna; es evidente que la realidad económica y técnica presente impone una perspectiva totalmente distinta.
Trátese de la gran prensa, de las agencias de prensa, del cine y de la radio, la información, hoy en día, no es sino muy parcialmente una expresión de opinión. Es, en esencia, el acondicionamiento previo o la satisfacción de la opinión. Se halla en una u otra parte de esta última. Sin contar con que la opinión que nos interesa es la del público, no la de los profesionales de la información, cuyo oficio, las más de las veces, consiste en hacer caso omiso de sus sentimientos personales. Es una opinión, un comportamiento de masas; los técnicos de la información moderna obedecen a la psicosociología de las masas y no a la psicología individual.
Existe una industria muy poderosa de acondicionamiento o explotación de la opinión y del comportamiento de las masas, que, en su funcionamiento, no les permite a las convicciones y reacciones individuales del productor, e incluso de los consumidores, más que un papel completamente secundario: he aquí el hecho social que conviene, ante todo, tener en cuenta.
Ni la moral ni la política pueden desentenderse de este formidable mecanismo. Se trata de adaptarlo a lo humano. En mi sentir, ésta es una de las magnas tareas de este siglo.
Para impedir que la industria de la información produzca, como sucede con harta frecuencia, una gigantesca alienación de las masas, es menester llevar a cabo, en lo que a información se refiere, la misma revolución que ya fue llevada a cabo, en el siglo anterior, en lo referente a la instrucción. Es menester que la información sea un objeto de derecho (y, por consiguiente, de deber) y que este derecho pertenezca a aquellos cuyo pensamiento se halla en juego.
Revisar radicalmente la función de la información
Incluir en la lista de los derechos humanos el derecho a la información no significa simplemente el anhelo de acrecentar o mejorar los conocimientos puestos a la disposición del público. Significa exigir una revisión radical de la función de la información. Significa considerar los productos, los procedimientos y hasta la propia organización de la industria de la información, no ya desde el ángulo de los intereses o las pasiones de quienes controlan su producción, sino desde el ángulo de la dignidad de aquellos que, en adelante, tienen derecho a que se les proporcionen los medios de un pensamiento libre.
Desde el momento en que a la información se le reconoce como un derecho humano, no pueden ser ya toleradas sus estructuras y prácticas capaces de convertirla en instrumento de explotación de multitud de conciencias alineadas con fines de lucro o de poder. A quienes la ejercen, la información se impone como un servicio social de emancipación espiritual.
El derecho a la información es la prolongación natural del derecho a la educación. Esto permite, incluso, precisar su contenido concreto.
Este contenido suele definirse, en ocasiones, como “el hecho”, o la noticia en bruto, es decir, ayuna de interpretación. No conviene engañarse respecto al valor, únicamente práctico, de la distinción tradicional entre el hecho y la opinión. ¿Qué es un hecho? Un testimonio. Y la selección de un hecho supone, implícitamente, una opinión. Nada más falaz que el espejismo de una objetividad mecánica. Y no es, desde luego, la impersonalidad a quien la libertad humana puede pedir auxilio.
Más justo nos parece definir la información como presentación desinteresada de materiales susceptibles de ser utilizados por quienquiera que sea, con vistas a una opinión. Mientras una expresión de opinión - prédica o reto - es siempre militante, lo que caracteriza a la información, y en lo cual ésta se diferencia de la propaganda o de la publicidad que actúa por medio de la obsesión, es la disponibilidad.
Dicho esto, se preguntará, sin duda, si el hecho de reconocer el derecho del hombre a la información tiene por corolario el reconocerles a todos los hombres y en todas las circunstancias el acceso a todas las fuentes del conocimiento. De inmediato acuden a la mente, sin contar las imposibilidades materiales, las múltiples prohibiciones protectoras de los intereses políticos, económicos o personales más legítimos: secretos de Estado, secretos de fabricación, vida privada.
Relatividad histórico-sociológica
Ahora bien, cuando se proclama el derecho a la educación, ello no supone que se le reconozca al niño el derecho de instruirse en todas las disciplinas, a cualquier edad y de cualquier modo. Supone, simplemente, que los adultos tienen la obligación de suministrarle al niño los conocimientos necesarios a su desarrollo, teniendo en cuenta las necesidades (y las capacidades) impuestas por su edad. Un derecho no es sino un instrumento: un instrumento para formar al hombre en el hombre. El instrumento únicamente es tal cuando se halla en relación con las necesidades.
Con el derecho a la información sucede igual que con todos los demás derechos: su contenido legítimo se define en función de las necesidades reales. Siempre, sobra decirlo, que por necesidades se entiendan las de la formación humana y no las del interés o la pasión.
Por su misma naturaleza, dichas necesidades implican el recurrir, en forma bastante amplia, a la fraternidad e intercambio entre los hombres, con objeto de sobrepasar siempre, considerablemente, el círculo del egoísmo. Pero es cierto que, como las condiciones de existencia y las formas de desarrollo varían enormemente, las necesidades de los grupos humanos no siempre son idénticas en el tiempo y en el espacio. No todos los grupos necesitan igual información.
No hay por qué temer introducir esta relatividad histórico-sociológica en unas consideraciones acerca de los derechos del hombre. Lejos de poner en peligro la conquista efectiva de tales derechos, solo una apreciación realista que tenga en cuenta esa relatividad podrá infundirles un sentido concreto para los hombres a quienes incumbe luchar por su triunfo.
René Maheu
Es un error seguir considerando la libertad de información como complemento de la libertad de expresión, la cual es, de por sí, coronación de la libertad del pensamiento. Este orden clásico, y la interpretación individualista que supone, coetánea de un pensamiento casi artesanal, no solamente han sido sobrepasados por los conceptos de la sociología política moderna; es evidente que la realidad económica y técnica presente impone una perspectiva totalmente distinta.
Trátese de la gran prensa, de las agencias de prensa, del cine y de la radio, la información, hoy en día, no es sino muy parcialmente una expresión de opinión. Es, en esencia, el acondicionamiento previo o la satisfacción de la opinión. Se halla en una u otra parte de esta última. Sin contar con que la opinión que nos interesa es la del público, no la de los profesionales de la información, cuyo oficio, las más de las veces, consiste en hacer caso omiso de sus sentimientos personales. Es una opinión, un comportamiento de masas; los técnicos de la información moderna obedecen a la psicosociología de las masas y no a la psicología individual.
Existe una industria muy poderosa de acondicionamiento o explotación de la opinión y del comportamiento de las masas, que, en su funcionamiento, no les permite a las convicciones y reacciones individuales del productor, e incluso de los consumidores, más que un papel completamente secundario: he aquí el hecho social que conviene, ante todo, tener en cuenta.
Ni la moral ni la política pueden desentenderse de este formidable mecanismo. Se trata de adaptarlo a lo humano. En mi sentir, ésta es una de las magnas tareas de este siglo.
Para impedir que la industria de la información produzca, como sucede con harta frecuencia, una gigantesca alienación de las masas, es menester llevar a cabo, en lo que a información se refiere, la misma revolución que ya fue llevada a cabo, en el siglo anterior, en lo referente a la instrucción. Es menester que la información sea un objeto de derecho (y, por consiguiente, de deber) y que este derecho pertenezca a aquellos cuyo pensamiento se halla en juego.
Revisar radicalmente la función de la información
Incluir en la lista de los derechos humanos el derecho a la información no significa simplemente el anhelo de acrecentar o mejorar los conocimientos puestos a la disposición del público. Significa exigir una revisión radical de la función de la información. Significa considerar los productos, los procedimientos y hasta la propia organización de la industria de la información, no ya desde el ángulo de los intereses o las pasiones de quienes controlan su producción, sino desde el ángulo de la dignidad de aquellos que, en adelante, tienen derecho a que se les proporcionen los medios de un pensamiento libre.
Desde el momento en que a la información se le reconoce como un derecho humano, no pueden ser ya toleradas sus estructuras y prácticas capaces de convertirla en instrumento de explotación de multitud de conciencias alineadas con fines de lucro o de poder. A quienes la ejercen, la información se impone como un servicio social de emancipación espiritual.
El derecho a la información es la prolongación natural del derecho a la educación. Esto permite, incluso, precisar su contenido concreto.
Este contenido suele definirse, en ocasiones, como “el hecho”, o la noticia en bruto, es decir, ayuna de interpretación. No conviene engañarse respecto al valor, únicamente práctico, de la distinción tradicional entre el hecho y la opinión. ¿Qué es un hecho? Un testimonio. Y la selección de un hecho supone, implícitamente, una opinión. Nada más falaz que el espejismo de una objetividad mecánica. Y no es, desde luego, la impersonalidad a quien la libertad humana puede pedir auxilio.
Más justo nos parece definir la información como presentación desinteresada de materiales susceptibles de ser utilizados por quienquiera que sea, con vistas a una opinión. Mientras una expresión de opinión - prédica o reto - es siempre militante, lo que caracteriza a la información, y en lo cual ésta se diferencia de la propaganda o de la publicidad que actúa por medio de la obsesión, es la disponibilidad.
Dicho esto, se preguntará, sin duda, si el hecho de reconocer el derecho del hombre a la información tiene por corolario el reconocerles a todos los hombres y en todas las circunstancias el acceso a todas las fuentes del conocimiento. De inmediato acuden a la mente, sin contar las imposibilidades materiales, las múltiples prohibiciones protectoras de los intereses políticos, económicos o personales más legítimos: secretos de Estado, secretos de fabricación, vida privada.
Relatividad histórico-sociológica
Ahora bien, cuando se proclama el derecho a la educación, ello no supone que se le reconozca al niño el derecho de instruirse en todas las disciplinas, a cualquier edad y de cualquier modo. Supone, simplemente, que los adultos tienen la obligación de suministrarle al niño los conocimientos necesarios a su desarrollo, teniendo en cuenta las necesidades (y las capacidades) impuestas por su edad. Un derecho no es sino un instrumento: un instrumento para formar al hombre en el hombre. El instrumento únicamente es tal cuando se halla en relación con las necesidades.
Con el derecho a la información sucede igual que con todos los demás derechos: su contenido legítimo se define en función de las necesidades reales. Siempre, sobra decirlo, que por necesidades se entiendan las de la formación humana y no las del interés o la pasión.
Por su misma naturaleza, dichas necesidades implican el recurrir, en forma bastante amplia, a la fraternidad e intercambio entre los hombres, con objeto de sobrepasar siempre, considerablemente, el círculo del egoísmo. Pero es cierto que, como las condiciones de existencia y las formas de desarrollo varían enormemente, las necesidades de los grupos humanos no siempre son idénticas en el tiempo y en el espacio. No todos los grupos necesitan igual información.
No hay por qué temer introducir esta relatividad histórico-sociológica en unas consideraciones acerca de los derechos del hombre. Lejos de poner en peligro la conquista efectiva de tales derechos, solo una apreciación realista que tenga en cuenta esa relatividad podrá infundirles un sentido concreto para los hombres a quienes incumbe luchar por su triunfo.
El derecho a la de expresión de opinión depende más estrechamente todavía
de la relatividad histórica. Pues si el derecho a la información ha de contarse
entre las condiciones de la democracia, por lo cual se impone como principio, el
derecho a la libertad de expresión de opinión forma parte del ejercicio de la
democracia y, como tal, participa de la contingencia de toda realidad o práctica
política. Un régimen que disfruta de instituciones estables y de un cuerpo de
ciudadanos apáticos, tolerantes o con espíritu crítico desarrollado, puede
practicar un liberalismo de grandes proporciones para con la expresión de las
opiniones individuales. Incluso debe hacerlo, ya que, más que ningún otro,
necesita para progresar de tan indispensable motor.
En cambio, una democracia en peligro, en un Estado desgarrado por las
pasiones o entregado a los demonios de la credulidad, o también una democracia
profundamente adentrada en un proceso revolucionario o sistemático de
reconstrucción, tienen justificación si aportan importantes limitaciones a la
acción, fatalmente disociadora, de la libertad de expresión individual.
Reconocer que el derecho a la libertad de expresión de opinión ha de ser
condicionado por la perspectiva histórica en la cual se enmarca un régimen
democrático determinado no significa sacrificar un derecho del hombre a la razón
de Estado. Por el contrario, supone infundirle, a ese derecho, la plenitud de su
sentido, al negarse a sacrificar a una abstracción las probabilidades y los
méritos que pueda tener una empresa concreta.
Libertad y responsabilidad
No se trata, además, de una limitación externa, tal como la impuesta por
el fascismo, al igual que por todos los regímenes de tiranía, por medio de la
fuerza o del abuso de confianza a la libertad humana. Se trata de esa corrección
autónoma de la libertad que ésta entraña por su propia índole y que se llama
responsabilidad.
Esta responsabilidad es doble, al igual que la relación interna por la
cual procede de la libertad misma.
En efecto, por un lado, toda libertad se halla en una situación, y, por lo
tanto, asume la situación de la cual emana en el preciso momento en que afirma
de hecho su facultad de negarla. Toda expresión de opinión libre, si ha de ser
válida, si ha de ser ella misma, debe, de esta suerte, tener en cuenta la
perspectiva histórico-sociológica en la cual se inscribe.
Por otro lado, toda opinión libre que se expresa es un requerimiento a
otras libertades. La expresión consiste esencialmente en ese solicitar la
libertad ajena, mucho más que en la exteriorización de una convicción íntima. Si
yo expreso mi pensamiento, es sin duda, en parte, para mejor saber o mostrar lo
que pienso, pero, principalmente, para llegar hasta los demás. Ahora que mi
libertad no puede, sin riesgo de contradicción, esforzarse en solicitar la
libertad ajena, de no ser que considere a ésta como una libertad; es decir, de
no ser que la respete.
Así es como el reconocimiento del proyecto del momento histórico de la
sociedad y el respeto a la libertad ajena, le imponen, a todo ciudadano, en la
expresión de su opinión, un doble sistema de imperativos para la apreciación de
las posibilidades que se resumen, con una palabra, en el término de
responsabilidad. Esa responsabilidad es la que determina la extensión válida del
derecho de expresión de opinión que ha de prevalecer. Y, en consecuencia, esa
extensión es relativa, lo mismo que la opinión.
Desde el punto de vista de la moral estricta, nadie, a no ser el propio
individuo, se halla en condiciones ni tiene derecho de pensar su
responsabilidad, y por lo tanto, de medir el ejercicio de su libertad en el acto
de expresión de opinión.
Ahora bien, la política reemplaza esta polvareda de sujetos individuales
absolutos con un sujeto colectivo ideal, calcado del armazón del Estado. La
democracia es el reinado de la “voluntad general” de los individuos: ¿fuerza
real de un organismo vivo o ficción reguladora? Depende de las concepciones.
Prácticamente, basta con que esa autoridad general quede identificada por medio
de un postulado en régimen normal al término medio de las opiniones de la
mayoría, y siempre que pueda, en período de excepción – por ejemplo, en período
revolucionario - encarnarse en una minoría En una democracia existe, pues, un
juez reconocido de la responsabilidad del individuo tocante a la expresión de
sus opiniones. Ser demócrata supone aceptar dicho juez.
Verdad es que, no siendo realmente posible conducirse como demócrata sino
en una democracia ya realizada y siendo las democracias siempre imperfectas y
potenciales, le es lícito al ciudadano, e incluso le es preciso, juzgar a su
propio juez. El temor a este recurso supremo es lo que detiene a las mayorías en
el camino de la tiranía. Y, asimismo, siempre es, en definitiva, el ciudadano
quien decide libremente, en su conciencia, si es el momento de la ley o el de la
revolución.
Por ahí es por donde finalmente la política abdica ante la moral y se
asume en ella. Cierto es que esta revalidación inacabable, en la cual las reglas
se disuelven y las garantías se derrumban una tras otra, entraña, sin duda, el
riesgo de errar. Pero ¿acaso existe alguna libertad sin riesgo? El riesgo está
en el corazón del hombre, quien no existe sino cuando se inventa.
Descubra otros artículos de René Maheu publicados en El Correo:
La posición de la UNESCO en los debates políticos, junio de 1948
El poder de elevar o degradar: Por una ética de la información, febrero de 1967
Año internacional de los Derechos Humanos: mensaje de René Maheu, director general de la UNESCO, abril de 1968
La civilización de lo universal, octubre de 1976
René Maheu
El filósofo francés René Maheu (1905-1975) se incorporó al personal de la UNESCO desde su creación en 1946 y ejerció dos mandatos consecutivos de seis años (1962-1974) como Director General de la Organización.
viernes, 26 de octubre de 2018
Derechos humanos: La caravana Por Orestes Martí
Derechos humanos: La caravana
Por Orestes Martí
Hace unos días, el amigo Ángel Guerra Cabrera nos hacía llegar su interesante artículo Estados Unidos y el éxodo centroamericano, en el que nos aclaraba entre otras muchas cosas que "El éxodo de centroamericanos, principalmente hacia Estados Unidos, ha sido visibilizado por la actual caravana que atraviesa México, pero es un fenómeno de larga data. El 2017 la Organización Internacional de Migraciones, agencia de la ONU, informó que 450 mil migrantes, predominantemente centroamericanos, cruzan anualmente México rumbo al país del norte".
Hoy vamos a profundizar en esta cuestión, desde diferentes ópticas. |
No hay maras ni terroristas en caravana migrante: CNS
Por Roberto Garduño y Néstor Jiménez (La Jornada) El comisionado nacional de seguridad, Renato Sales aseguró que en la caravana migrante, compuesta de familias hondureñas "no hay ni maras, ni terroristas. No se han detectado. Ni está en peligro la seguridad nacional”. Tras participar en un foro celebrado en la Cámara de Diputados, el funcionario adujo no hay evidencia y presencia de esas personas en la caminata. El ombusdman nacional, Luis Raúl González Pérez adujo que en el trato a los migrantes ha imperado la contención y no la atención humanitaria. “La gente no viene por gusto, viene porque tiene necesidad. No ha sido suficiente la atención.”Y repuso que en discurso de odio, promovido por Donald Trump, se tiene que anteponer la defensa de la soberanía y la dignidad nacional. |
Las crisis migratorias son económica y políticamente rentables para el trumpismo
Mirko C. Trudeau Las elecciones parlamentarias en Estados Unidos se llevarán a cabo en dos semanas y en ellas está en juego el control republicano de ambas cámaras del Congreso y (quizá) por ello, tanto el presidente Donald Trump como su vice Mike Pence, se han lanzado con retahílas xenófobas contra la marcha de siete mil hondureños, amedrentando a la ciudadanía, con el único objeto de cosechar votos y rentabilidad política y económica.. |
jueves, 25 de octubre de 2018
Guerra y paz: Brasil Por Orestes Martí
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