sábado, 27 de octubre de 2018

La información, un recurso para el libre pensamiento


La información, un recurso para el libre pensamiento
“Con el derecho a la información ocurre como con otros derechos: Es en función de las necesidades reales que se define su contenido legítimo. A condición, por supuesto, de entender por necesidad aquellas de la construcción humana y no del interés o de la pasión”, escribió el filósofo francés René Maheu (1905-1975) en respuesta a la encuesta sobre los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, enviada a la UNESCO el 30 de junio de 1947, bajo el título “Derecho de información y derecho de expresión de opinión”.

René Maheu

Es un error seguir considerando la libertad de información como complemento de la libertad de expresión, la cual es, de por sí, coronación de la libertad del pensamiento. Este orden clásico, y la interpretación individualista que supone, coetánea de un pensamiento casi artesanal, no solamente han sido sobrepasados por los conceptos de la sociología política moderna; es evidente que la realidad económica y técnica presente impone una perspectiva totalmente distinta.

Trátese de la gran prensa, de las agencias de prensa, del cine y de la radio, la información, hoy en día, no es sino muy parcialmente una expresión de opinión. Es, en esencia, el acondicionamiento previo o la satisfacción de la opinión. Se halla en una u otra parte de esta última. Sin contar con que la opinión que nos interesa es la del público, no la de los profesionales de la información, cuyo oficio, las más de las veces, consiste en hacer caso omiso de sus sentimientos personales. Es una opinión, un comporta­miento de masas; los técnicos de la información moderna obedecen a la psicosociología de las masas y no a la psicología individual.

Existe una industria muy poderosa de acondicionamiento o explotación de la opinión y del comportamiento de las masas, que, en su funcionamiento, no les permite a las convicciones y reacciones individuales del productor, e incluso de los consumidores, más que un papel completamente secundario: he aquí el hecho social que conviene, ante todo, tener en cuenta.

Ni la moral ni la política pueden desentenderse de este formidable mecanismo. Se trata de adaptarlo a lo humano. En mi sentir, ésta es una de las magnas tareas de este siglo.

Para impedir que la industria de la información produzca, como sucede con harta frecuencia, una gigantesca alienación de las masas, es menester llevar a cabo, en lo que a información se refiere, la misma revolución que ya fue llevada a cabo, en el siglo anterior, en lo referente a la instrucción. Es menester que la información sea un objeto de derecho (y, por consiguiente, de deber) y que este derecho pertenezca a aquellos cuyo pensamiento se halla en juego.

Revisar radicalmente la función de la información

Incluir en la lista de los derechos humanos el derecho a la información no significa simplemente el anhelo de acrecentar o mejorar los conocimientos puestos a la disposición del público. Significa exigir una revisión radical de la función de la información. Significa considerar los productos, los procedimientos y hasta la propia organización de la industria de la información, no ya desde el ángulo de los intereses o las pasiones de quienes controlan su producción, sino desde el ángulo de la dignidad de aquellos que, en adelante, tienen derecho a que se les proporcionen los medios de un pensamiento libre.

Desde el momento en que a la información se le reconoce como un derecho humano, no pueden ser ya toleradas sus estructuras y prácticas capaces de convertirla en instrumento de explotación de multitud de conciencias alineadas con fines de lucro o de poder. A quienes la ejercen, la información se impone como un servicio social de emancipación espiritual.

El derecho a la información es la prolongación natural del derecho a la educación. Esto permite, incluso, precisar su contenido concreto.

Este contenido suele definirse, en ocasiones, como “el hecho”, o la noticia en bruto, es decir, ayuna de interpretación. No conviene engañarse respecto al valor, únicamente práctico, de la distinción tradicional entre el hecho y la opinión. ¿Qué es un hecho? Un testimonio. Y la selección de un hecho supone, implícitamente, una opinión. Nada más falaz que el espejismo de una objetividad mecánica. Y no es, desde luego, la impersonalidad a quien la libertad humana puede pedir auxilio.

Más justo nos parece definir la información como presentación desinteresada de materiales susceptibles de ser utilizados por quienquiera que sea, con vistas a una opinión. Mientras una expresión de opinión - prédica o reto - es siempre militante, lo que caracteriza a la información, y en lo cual ésta se diferencia de la propaganda o de la publicidad que actúa por medio de la obsesión, es la disponibilidad.

Dicho esto, se preguntará, sin duda, si el hecho de reconocer el derecho del hombre a la información tiene por corolario el reconocerles a todos los hombres y en todas las circunstancias el acceso a todas las fuentes del conocimiento. De inmediato acuden a la mente, sin contar las imposibilidades materiales, las múltiples prohibiciones protectoras de los intereses políticos, económicos o personales más legítimos: secretos de Estado, secretos de fabricación, vida privada.

Relatividad histórico-sociológica

Ahora bien, cuando se proclama el derecho a la educación, ello no supone que se le reconozca al niño el derecho de instruirse en todas las disciplinas, a cualquier edad y de cualquier modo. Supone, simplemente, que los adultos tienen la obligación de suministrarle al niño los conocimientos necesarios a su desarrollo, teniendo en cuenta las necesidades (y las capacidades) impuestas por su edad. Un derecho no es sino un instrumento: un instrumento para formar al hombre en el hombre. El instrumento únicamente es tal cuando se halla en relación con las necesidades.

Con el derecho a la información sucede igual que con todos los demás derechos: su contenido legítimo se define en función de las necesidades reales. Siempre, sobra decirlo, que por necesidades se entiendan las de la formación humana y no las del interés o la pasión.

Por su misma naturaleza, dichas necesidades implican el recurrir, en forma bastante amplia, a la fraternidad e intercambio entre los hombres, con objeto de sobrepasar siempre, considerablemente, el círculo del egoísmo. Pero es cierto que, como las condiciones de existencia y las formas de desarrollo varían enormemente, las necesidades de los grupos humanos no siempre son idénticas en el tiempo y en el espacio. No todos los grupos necesitan igual información.


No hay por qué temer introducir esta relatividad histórico-sociológica en unas consideraciones acerca de los derechos del hombre. Lejos de poner en peligro la conquista efectiva de tales derechos, solo una apreciación realista que tenga en cuenta esa relatividad podrá infundirles un sentido concreto para los hombres a quienes incumbe luchar por su triunfo.

 El derecho a la de expresión de opinión depende más estrechamente todavía de la relatividad histórica. Pues si el derecho a la información ha de contarse entre las condiciones de la democracia, por lo cual se impone como principio, el derecho a la libertad de expresión de opinión forma parte del ejercicio de la democracia y, como tal, participa de la contingencia de toda realidad o práctica política. Un régimen que disfruta de instituciones estables y de un cuerpo de ciudadanos apáticos, tolerantes o con espíritu crítico desarrollado, puede practicar un liberalismo de grandes proporciones para con la expresión de las opiniones individuales. Incluso debe hacerlo, ya que, más que ningún otro, necesita para progresar de tan indispensable motor.

 En cambio, una democracia en peligro, en un Estado desgarrado por las pasiones o entregado a los demonios de la credulidad, o también una democracia profundamente adentrada en un proceso revolucionario o sistemático de reconstrucción, tienen justificación si aportan importantes limitaciones a la acción, fatalmente disociadora, de la libertad de expresión individual.

 Reconocer que el derecho a la libertad de expresión de opinión ha de ser condicionado por la perspectiva histórica en la cual se enmarca un régimen democrático determinado no significa sacrificar un derecho del hombre a la razón de Estado. Por el contrario, supone infundirle, a ese derecho, la plenitud de su sentido, al negarse a sacrificar a una abstracción las probabilidades y los méritos que pueda tener una empresa concreta. 

 Libertad y responsabilidad
 No se trata, además, de una limitación externa, tal como la impuesta por el fascismo, al igual que por todos los regímenes de tiranía, por medio de la fuerza o del abuso de confianza a la libertad humana. Se trata de esa corrección autónoma de la libertad que ésta entraña por su propia índole y que se llama responsabilidad.

 Esta responsabilidad es doble, al igual que la relación interna por la cual procede de la libertad misma.

 En efecto, por un lado, toda libertad se halla en una situación, y, por lo tanto, asume la situación de la cual emana en el preciso momento en que afirma de hecho su facultad de negarla. Toda expresión de opinión libre, si ha de ser válida, si ha de ser ella misma, debe, de esta suerte, tener en cuenta la perspectiva histórico-sociológica en la cual se inscribe.

 Por otro lado, toda opinión libre que se expresa es un requerimiento a otras libertades. La expresión consiste esencialmente en ese solicitar la libertad ajena, mucho más que en la exteriorización de una convicción íntima. Si yo expreso mi pensamiento, es sin duda, en parte, para mejor saber o mostrar lo que pienso, pero, principalmente, para llegar hasta los demás. Ahora que mi libertad no puede, sin riesgo de contradicción, esforzarse en solicitar la libertad ajena, de no ser que considere a ésta como una libertad; es decir, de no ser que la respete.

 Así es como el reconocimiento del proyecto del momento histórico de la sociedad y el respeto a la libertad ajena, le imponen, a todo ciudadano, en la expresión de su opinión, un doble sistema de imperativos para la apreciación de las posibilidades que se resumen, con una palabra, en el término de responsabilidad. Esa responsabilidad es la que determina la extensión válida del derecho de expresión de opinión que ha de prevalecer. Y, en consecuencia, esa extensión es relativa, lo mismo que la opinión.

 Desde el punto de vista de la moral estricta, nadie, a no ser el propio individuo, se halla en condiciones ni tiene derecho de pensar su responsabilidad, y por lo tanto, de medir el ejercicio de su libertad en el acto de expresión de opinión.

 Ahora bien, la política reemplaza esta polvareda de sujetos individuales absolutos con un sujeto colectivo ideal, calcado del armazón del Estado. La democracia es el reinado de la “voluntad general” de los individuos: ¿fuerza real de un organismo vivo o ficción reguladora? Depende de las concepciones. Prácticamente, basta con que esa autoridad general quede identificada por medio de un postulado en régimen normal al término medio de las opiniones de la mayoría, y siempre que pueda, en período de excepción – por ejemplo, en período revolucionario - encarnarse en una minoría En una democracia existe, pues, un juez reconocido de la responsabilidad del individuo tocante a la expresión de sus opiniones. Ser demócrata supone aceptar dicho juez.

 Verdad es que, no siendo realmente posible conducirse como demócrata sino en una democracia ya realizada y siendo las democracias siempre imperfectas y potenciales, le es lícito al ciudadano, e incluso le es preciso, juzgar a su propio juez. El temor a este recurso supremo es lo que detiene a las mayorías en el camino de la tiranía. Y, asimismo, siempre es, en definitiva, el ciudadano quien decide libremente, en su conciencia, si es el momento de la ley o el de la revolución.

 Por ahí es por donde finalmente la política abdica ante la moral y se asume en ella. Cierto es que esta revalidación inacabable, en la cual las reglas se disuelven y las garantías se derrumban una tras otra, entraña, sin duda, el riesgo de errar. Pero ¿acaso existe alguna libertad sin riesgo? El riesgo está en el corazón del hombre, quien no existe sino cuando se inventa.

 Descubra otros artículos de René Maheu publicados en El Correo:

 La posición de la UNESCO en los debates políticos, junio de 1948

 El poder de elevar o degradar: Por una ética de la información, febrero de 1967

 Año internacional de los Derechos Humanos: mensaje de René Maheu, director general de la UNESCO, abril de 1968

 La civilización de lo universal, octubre de 1976

 René Maheu

 El filósofo francés René Maheu (1905-1975) se incorporó al personal de la UNESCO desde su creación en 1946 y ejerció dos mandatos consecutivos de seis años (1962-1974) como Director General de la Organización.

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