Confrontación y confrontados Por Orestes Martí.
En los últimos tiempos se escucha, se ve y se lee, diferentes enfoques sobre la “confrontación” de fuerzas en el actual escenario mundial en el que se mueven las diversas fuerzas políticas ya sea a escala universal como territorial. Entre algunos de esos enfoques se aprecia ciertos aportes que merecen una lectura más detallada. Por ejemplo, algunos dicen que la tradicional y clásica contraposición “izquierda-derecha” ya no está vigente sino que en la actualidad lo que realmente existe es la contraposición entre “globalistas” y “nacionalistas”, mientras que otros afirman que la oposición entre las principales fuerzas antagónicas siguen siendo liberales vs. conservadores.
Juan J. Paz y Miño Cepeda escribió -para Firmas Selectas de Prensa Latina- desde Quito, el pasado 27 de noviembre del presente año 2019, el interesante trabajo “Democracia confrontacional del siglo XXI” y nosotros vamos a reproducirlo -de forma íntegra- para nuestros lectores.
En América Latina, durante el siglo XIX, las fuerzas centrales en la lucha política fueron los conservadores y los liberales. Se trató de un conflicto entre élites, lo que la sociología histórica ha denominado Estado-oligárquico. Los conservadores, apoyados por la Iglesia católica, defendieron la tradición familiar, el orden terrateniente, el progreso casi exclusivamente agrario en alianza con agro-exportadores, mineros, comerciantes importadores y banqueros. Eran partidarios de gobiernos fuertes e incluso autoritarios.
Asimismo consideraban legítimo e institucional el sometimiento a su poder de las poblaciones campesinas, indígenas y negras. Creían que la férrea estructura piramidal de la sociedad respondía a aceptables principios aristocráticos, y hasta a realidades inevitablemente construidas, por cuanto la desigualdad correspondía a un orden divino. La democracia debía ser restringida, tanto como los derechos, para lograr una paz y armonía sociales sujetas al poder.
Para los liberales, el orden conservador representaba al “feudalismo” y por ello abogaban por la modernidad capitalista, centrada en la potenciación de la manufactura, la industria y el amplio comercio internacional; pretendían la separación de la iglesia y el Estado, implantar el laicismo, fortalecer la educación y la asistencia públicas.
Confiaban en la democracia abierta, el imperio de la ley y la justicia, el pleno desarrollo de los derechos individuales. Solo los radicales, que eran algo así como el “ala izquierda” del liberalismo, comprendieron la incipiente presencia de los obreros y la necesidad de establecer derechos sociales. Sin duda, liberales y radicales portaban el camino futuro de la historia, mientras los conservadores representaban el pasado.
En México y Argentina, con sus respectivas Reformas a mediados del siglo XIX, se implantaron tempranamente regímenes liberales, aunque no como fruto de procesos pacíficos. En otros países, las confrontaciones políticas adquirieron rasgos de intolerancia, a tal punto que el bipartidismo acudió a la insurrección armada y la guerra civil. Esas expresiones fueron particularmente duras en Centroamérica o en Colombia, donde la violencia ha tenido una historia bicentenaria.
Pero las luchas bipartidistas no lograron solucionar las herencias históricas de la desigualdad, la pobreza o el poder de minorías acumuladoras de la riqueza. De modo que en su matriz incubó la emergencia de nuevas clases sociales, como el sector obrero y las capas medias urbanas.
Además, con el inicio del siglo XX, tanto la expansión del imperialismo americanista, como el despertar de las ideas anticapitalistas de la mano de las doctrinas obreristas, anarquista y anarcosindicalistas, socialdemócratas, neo-católicas, de los diversos socialismos utópicos, e incluso del incipiente marxismo, produjeron el nacimiento de nuevos partidos y la consolidación del espacio político de la izquierda (no necesariamente marxista), todo lo cual determinó la lenta superación histórica del bipartidismo latinoamericano tradicional.
La expresión histórica de ese ascenso estuvo en México, no sólo con la revolución de 1910, primera en el mundo por su contenido social, sino también por la Constitución de 1917, igualmente pionera, y más adelante, con el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934–1940), quien impuso la reforma agraria y la nacionalización del petróleo, antes de la Revolución Cubana (1959), que realizó la transformación más importante en la historia latinoamericana del siglo XX, pues Cuba resumió el contenido fundamental de la nueva era, en la cual la confrontación pasó a ser entre capitalismo/imperialismo, frente al socialismo.
América Latina se halla hoy en una situación comparable con los procesos descritos. El cambio sustancial estriba en que la confrontación ha pasado de la órbita política al campo de la economía y, por consiguiente, se ha vuelto, cada vez más clara, en una lucha de clases.
Superadas las décadas del “desarrollismo” de los sesentas y setentas, desde 1973 en Chile, con la dictadura terrorista de Augusto Pinochet -seguidas de similares dictaduras en el Cono Sur- y particularmente con gobernantes civiles en las décadas finales del siglo XX, América Latina entró a una era de construcción de economías neoliberales, que definieron las líneas de intereses y conducta contemporáneas de las clases empresariales.
Determinados por esas líneas, no importaron las diferencias políticas ni partidistas entre los gobiernos, porque todos apuntalaron, de una u otra manera, el camino neoliberal-empresarial.
Es innegable que el ciclo de los gobiernos “progresistas” cortó el camino neoliberal-empresarial en aquellos países donde el triunfo electoral, con amplio apoyo popular, hizo posible delinear una tendencia alternativa: la construcción de economías sociales, que incluso en Bolivia, Ecuador y Venezuela se consideraron como antesalas del “socialismo del siglo XXI”.
Las burguesías latinoamericanas aprendieron la experiencia. Toda economía social contradice el camino neoliberal-empresarial, más aun si se trata del “socialismo del siglo XXI”. No están más dispuestas a que el reino de sus exclusivos intereses sea perjudicado. No tuvieron límites para acudir a los “golpes blandos” para acabar con gobiernos progresistas. En otros casos, intentaron golpes de Estado. Utilizaron las elecciones como instrumento para recuperar el poder, o anunciaron con desconocer triunfos destinados a “eternizar” a los gobernantes del progresismo.
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